A partir del 22 de septiembre, los militares comenzaron a llevar a los detenidos -encerrados en camarines y escotillas día y noche- a las graderías del coliseo. Esta práctica se constituyó en una rutina de las primeras horas de la mañana y también de las tardes. Allí los prisioneros se ejercitaban como podían y también tenían la posibilidad de encontrarse con otros detenidos que se encontraban en distintos lugares de reclusión, pudiendo así intercambiar información sobre lo que estaba sucediendo.

La inventiva permitió que con algunos pedacitos de cartón provenientes de cajas de pasta dental o de cigarrillos, se fabricaran juegos de dominó, naipes, ajedrez y damas, otras veces elaborados con las astillas de las bancas, para así tratar de distraerse y hacer menos difíciles esos momentos.

Esas horas en las graderías también eran un “lugar de espera” desde donde eran llamados a interrogatorios y torturas, haciendo del terror un elemento constante.

Delegados de la Cruz Roja Internacional visitaron el estadio para asistir en lo que podían a los relegados. Asimismo, se autorizó el ingreso de la prensa nacional y extranjera, la que registró gráficamente muchas escenas vividas allí por los prisioneros y prisioneras, invaluable material que ha sido parte de la reconstrucción de la historia de ese oscuro período de la historia de Chile.

Algunos ex prisioneros han relatado que, mientras permanecían en las graderías, se hizo habitual mirar al jardinero que mantenía la cancha y el pasto, como una forma de distraer su atención de las atrocidades que estaban viviendo: Cada vez que pasaba la cortadora de pasto por los arcos, se escuchaba el grito de gol al unísono de los detenidos que estaban en las graderías, imaginando un inexistente partido de fútbol.

Según los detenidos, desde los primeros días de la ocupación de los asientos del estadio, este espacio funcionó como mercado de negro de los militares donde comerciaban con los recluidos cigarrillos, hojas de afeitar. La gran mayoría de estos artículos eran robados por los uniformados a las encomiendas que los familiares de los prisioneros trataban de hacerles llegar. Otros productos también provenían de los habituales allanamientos que se hacían a los domicilios.

Toda la pista de cenizas del estadio estaba custodiada por soldados que sostenían potentes ametralladoras “Punto 30”, apuntando a los detenidos. Otros soldados vigilaban desde lo alto de las graderías, acompañados de regulares marchas militares que sonaban por los parlantes del estadio a alto volumen.

Desde las graderías del sector oriente se veía la Tribuna Presidencial. Al interior de ésta, en el segundo piso, funcionaba la oficina de inteligencia y desde ahí operaba la plana mayor de los equipos de interrogadores/torturadores.

Los interrogatorios y torturas se realizaban en varios lugares del estadio: debajo de la marquesina, en algunos pasillos, en salas ubicadas en ese segundo piso y en el velódromo. En estos dos últimos lugares las torturas fueron más feroces.

En el segundo piso había salas reservadas para los equipos de la Armada y Carabineros -denominados como “fiscalías”-, y para grupos de agentes venidos de países como Brasil y Bolivia, que interrogaban a sus compatriotas.

Los nombres de quienes serían interrogados eran llamados por altoparlantes por el suboficial Oziel Severino, instalado en la oficina de inteligencia del segundo piso. Las personas nombradas, tras una angustiosa espera, debían bajar al disco negro ubicado en la pista de ceniza para partir a su interrogatorio en grupos, ya sea al segundo piso o al velódromo.

Todos en algún momento vieron regresar a los grupos de detenidos, tras los interrogatorios y torturas. Volvían con dificultades para caminar, malheridos, apoyados en sus compañeros, cojeando. Algunos regresaban en camillas improvisadas con frazadas, llevados por aquellos que habían sufrido “menos violencia”, mientras que otros no llegarían de vuelta. Algunos no regresarían nunca.

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